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Ciudades inteligentes. Paradigma de nuevas realidades urbanas sostenibles.

Nº 81 – OBSERVATORIO INMOBILIARIO

Nuevos conceptos invaden la ya de por sí farragosa y especializada terminología urbanística con la que no sin dificultad nos hemos venido poco a poco familiarizando.

Discernir si alguno de dichos términos responde verdaderamente a nuevas realidades o son diferentes formas de referirse a escenarios ya conocidos es una cuestión a la que pretendemos acercarnos a través de este artículo, reconociendo no obstante que todo avance posible y efectivo en la dirección que pergeñen estas novedosas ideas y conceptos exige y suele venir precedido de un cuerpo teórico muy intenso a la vez que poco productivo, tendente a popularizar e instalar sólidamente en el argumentario público dichos conceptos de tal forma que, una vez que eso ocurra, las instituciones, organismos y agentes económicos en general afectados sean los encargados de implementarlos en sentido práctico y real, dedicando a tal fin los recursos y los medios necesarios, cuando ello sea posible.

Resilencia, economía circular, conectividad, créditos de carbono, sostenibilidad, ciudades inteligentes, participación ciudadana, habitabilidad, open data, nueva agenda urbana, accesibilidad, inclusión, etc. son algunas de esas nuevas o renovadas expresiones que van más allá de lo puramente urbanístico por ser conceptos transversales que afectan a ámbitos diversos de la convivencia humana en el medio urbano.

Recientemente se ha desarrollado en Madrid la segunda edición del Foro de las Ciudades en el que se han abordado múltiples cuestiones que afectan precisamente a esa nueva visión que se impone de pensar la ciudad de una manera diferente desde esa complejidad y relevancia en el desenvolvimiento de nuestras vidas. El encuentro ha sido una nueva oportunidad de las muchas que se van ofreciendo desde hace unos años de hasta qué punto nuevos debates e ideas han invadido el espacio del debate público sobre el medio urbano y sobre cómo afrontar los retos que plantea.

Parece como si, al menos desde el punto de vista teórico, el “tiempo muerto” obligatorio proporcionado por el parón en la actividad inmobiliaria que hasta la explosión de la burbuja venía siendo el habitual del modelo de desarrollo urbano expansivo y poco perceptivo del recurso sensible sobre el que operaba, hubiera permitido una mirada introspectiva y más reflexiva sobre el necesario impulso revitalizador del concepto de ciudad que queremos y, lo que es más importante, que nos podemos permitir y ello desde unos parámetros más conscientes respecto de las limitaciones del recurso suelo en juego. Es como si la fase expansiva hubiera dado paso a un movimiento reflexivo, germen de un nuevo paradigma urbano donde las nuevas realidades (cambio climático, utilización eficiente del suelo, regeneración urbana, desarrollo urbano sostenible, etc.) hubieran adoptado un inesperado protagonismo que, vista la situación, hay que reconocer que podría haber llegado para quedarse. Pasemos a verlo con detenimiento.

El proceso de urbanización supone, como sugería recientemente Joan Clos, Director Ejecutivo de ONU-Habitat y Secretario General de Hábitat III, una gran oportunidad de desarrollo pero también un gran reto de gestión de las cuestiones que se manifiestan como consecuencia de la densificación de la actividad humana en territorios relativamente compactos. Según la ONU, las proyecciones de crecimiento de la población urbana en todo el mundo, entre 2000 y 2050 obligarán a que, para dar cabida a los ciudadanos, se deba duplicar la cantidad de espacio urbano en los países desarrollados y ser expandido este en un 326 por ciento en los países en desarrollo. Esto es equivalente a la construcción de una ciudad del tamaño de Londres cada mes durante los próximos 40 años. Los gobiernos locales y regionales tendrán que gestionar este crecimiento y la severa repercusión del mismo sobre las finanzas públicas. Al mismo tiempo, tendrán que combatir la desigualdad social, reducir la degradación del medio ambiente y hacer frente a los efectos del cambio climático.

A estos procesos incuestionables de desequilibrios debidos a la creciente urbanización y concentración se añaden, en las sociedades más desarrolladas, los del envejecimiento acelerado de sus poblaciones, el incremento de los nodos de exclusión social dentro de las ciudades por factores tales como la inmigración, la pobreza, la ineficiencia energética, el crecimiento de la huella ecológica, etc.

Sintetiza de una manera muy gráfica Salvador Rueda Palenzuela, de la Agencia de Ecología Urbana de Barcelona, este modelo general de ineficiencia en el que están instaladas por lo general nuestras ciudades, por no decir el modelo económico general, a través una simple ecuación según la cual el factor energía o recursos necesarios es en la actualidad directamente proporcional a las estructuras urbanas que deben mantener, de tal modo que dichos recursos según la estructura se hace más compleja en el tiempo, son crecientemente acumulativos y, en definitiva, hacen el modelo insostenible.

Ante estos inmensos retos, las sociedades avanzadas menos condicionadas por agendas de emergencia social actúan como punta de lanza de cara a promover iniciativas tendentes a reducir el impacto que las aglomeraciones urbanas producen sobre la vida de cada vez más personas y tratan de invertir y ensayar modelos acordes con ciudades más sostenibles como vía alternativa y realista a un modelo tradicional favorecedor del agotamiento de recursos limitados (suelo, energía, etc.) como estrategia ciega de crecimiento ilimitado. Así, de esta necesidad de buscar un modelo en el que la anterior ecuación se invierta, es decir en donde cada vez con menos recursos seamos capaces de obtener mejores resultados, es de donde surge la indagación a favor de entornos urbanos más eficientes, básicamente a través del uso adecuado de la tecnología, entre otros factores. El ejemplo más claro de ello son lo que se ha venido en llamar las “Ciudades Inteligentes” o “Smart Cities”. Se trataría, como señala la Red Española de Ciudades Inteligentes (RECI), de ver en qué medida y bajo qué parámetros y marcos regulatorios la innovación y el conocimiento apoyados, entre otros factores, en las tecnologías de la información y la comunicación (TIC), pueden ser las claves sobre las que basar el progreso de las ciudades en las próximas décadas, haciendo más fácil la vida de sus ciudadanos, logrando sociedades más cohesionadas y solidarias, generando y atrayendo talento humano y creando un nuevo tejido económico de alto valor añadido.

Es evidente, y conviene reconocerlo, que a pesar del protagonismo del factor tecnológico en el desarrollo del concepto de ciudad inteligente no puede ser ese el único baluarte para afrontar los retos existentes; se necesitan además otras capítulos que la consultora Frost & Sullivan ha identificado como síntesis de la “Ciudad Inteligente” ideal: una administración inteligente y una educación inteligente; un sistema de salud inteligente; edificios inteligentes; un sistema de transportes inteligente; unas infraestructuras inteligentes; una tecnología inteligente; una energía inteligente y, finalmente unos ciudadanos también inteligentes.

No obstante, según un informe del 2014 de la Dirección General para políticas internas del Parlamento Europeo, la consecución de tan solo alguna de las anteriores iniciativas otorga ya de por sí a la ciudad que la implementara la condición de ciudad inteligente.

Además un proceso creciente de interconexión entre los nodos urbanos geográficamente próximos a través de inmensas redes de comunicación, energía y transportes va dando pie a lo que se ha venido en llamar por Pagar Khanna (Consejero del “U.S. National Intelligence Council’s Global Trends 2030 Program“) la evolución de los condicionantes por razón de la geografía a otro modo de establecer el régimen de oportunidades de las ciudades en función de su grado de “conectiviografía” (conectividad + geografía), esto es de su nivel de interconexión con independencia de su posición geográfica concreta, con todo lo que ello implica en términos de tendencia de superar las convencionales rivalidades geopolíticas.

No significa en todo caso esto que la idea de ciudad inteligente deba restringirse a grandes megalópolis; también está encontrando acomodo a nivel mundial y español en los pequeños núcleos rurales y en los centros históricos de nuestras ciudades.

En definitiva, y con independencia de la definición concreta a la que se quiera recurrir para conceptualizar lo que verdaderamente cabe entender por una ciudad inteligente en función del interés sectorial concreto que apadrine cada una de esas diversas y, en algunos casos, divergentes definiciones, lo que parece claro es que la incorporación de las nuevas tecnologías en la gestión y ordenación del medio urbano es una realidad creciente e imparable que viene sustentada por el modo de desenvolverse los cada vez más numerosos “nativos digitales”, esto es, las personas nacidas a partir del año 1980 y cuyo grado de interacción con la tecnología digital se produce de una forma natural y cercana desde su nacimiento frente al esfuerzo de adaptación de los llamados “inmigrantes digitales”, nacidos con anterioridad, esto es entre 1940 y 1980.

En este contexto, cada vez son más comunes los sistemas tecnológicos integrados tendentes a controlar y optimizar las infraestructuras de las ciudades para hacerlas más eficientes y sostenibles, por ejemplo los residuos que se generan en la ciudad, y a planificar una gestión ordenada de los mismos a través de múltiples sensores dispuestos a lo largo y ancho de su territorio. Del mismo modo, otros servicios públicos como la seguridad, el aparcamiento, etc. tienden a ser administrados a nivel local desde un centro de control en el que toda la información y datos recabados permitan una más eficaz administración de los mismos y, en última instancia, una más razonable toma de decisiones.

Ejemplos de actuaciones punteras en España distintas de alguno de los casos más emblemáticos como es el de Barcelona, sería por ejemplo la del Proyecto SmartSantander, iniciado en 2009 y que hoy ya ha colocado a la ciudad cántabra en el primer plano de lo que se han venido llamando el “Top 5” de las ciudades inteligentes en España. Algunos de los datos que avalan la decidida apuesta en esta dirección en Santander son los más de diez mil sensores repartidos por toda la ciudad con el fin de medir los tránsitos de coches, los niveles de contaminación, los de humedad de sus parques y jardines, y todo ello en beneficio de una mejor gestión de la movilidad y del aparcamiento e indirectamente propiciar ahorros significativos de combustible y de tiempo. Esta apuesta ha tenido incluso su reconocimiento en la última Bienal de Venecia en la que se ha presentado el caso de Santander, según tuvo ocasión de exponer Flavio Tejada de Arup en el último Encuentro Inmobiliario celebrado en esta casa. Evidentemente un proyecto de esta naturaleza, que trasciende los tiempos e intereses del beneficio en el corto plazo, ha requerido de un importante consenso político y social para incorporarlo y aceptarlo por todos los sectores sociales, políticos y empresariales afectados como un proyecto de ciudad que vaya más allá de esos intereses de luces cortas y que por lo tanto suponga una misión en la que exista una clara conciencia de corresponsabilidad, siendo ese pacto social una garantía de éxito.

A nivel nacional, contamos ya con un Plan Nacional de Ciudades Inteligentes aprobado por el Ministerio de Industria, Energía y Turismo, como parte significativa de la Agenda Digital para España y del objetivo de favorecer los incrementos de productividad de las empresas industriales incorporando las TIC. Por tanto, el objetivo último del Plan es contribuir al desarrollo económico, “maximizando el impacto de las políticas públicas en TIC para mejorar la productividad y la competitividad, y transformar y modernizar la economía y sociedad española mediante un uso eficaz e intensivo de las TIC por la ciudadanía, empresas y administraciones”.

Parece evidente ante esta nueva realidad dinámica en donde los datos fluyen en tiempo real, que, de cara a una ordenación territorial eficiente, la información urbanística tradicional estática, obsoleta, sectorial y fragmentada pronto carecerá de la utilidad precisa para afrontar el planeamiento urbanístico que nuestras ciudades requieren para ordenar el uso del suelo y regular las condiciones para su transformación. La tendencia, en definitiva, poco a poco podría orientarse hacia lo que se ha dado en llamar una Planificación Urbana Inteligente (PUI) que complemente y mejore el acerbo hasta ahora alcanzado en esta materia. Según la PUI, a través de la simulación se podrían analizar y valorar los efectos que sobre la ciudad tienen el torrente de datos que constantemente coadyuvaran en la toma de decisiones y todo ello a través de unas tecnologías de la información que procesen movimientos, presencias, ausencias, hábitos y frecuencias de tal modo que dichos datos convertidos en indicadores urbanos y aplicados a los planes ofrezcan una información relevante en cuanto a densidades, ocupaciones, tipologías, usos, movilidad, etc. Estas son algunas de las conclusiones a las que se llegaron en el I Congreso de Ciudades Inteligentes del 2015 mediante la comunicación que sobre Planificación Urbana Inteligente presentó Irene Luque Martín, de la Escuela Tecnica Superior de Arquitectura de Sevilla.

Otro testigo vivo y cercano de un urbanismo dinámico y comprometido con ese modelo sostenible como elemento diferenciador y como forma de posicionarse innovadoramente en un mercado global es el “Urbanismo Ecosistémico”, así llamado por la Agencia de Ecología Urbana de Barcelona, entendido como aquel que “toma en consideración la idoneidad de los desarrollos urbanísticos en función de las características del emplazamiento y de las potencialidades en cuanto a la consecución de la habitabilidad urbana y de la eficiencia del sistema urbano”.

Llegados a este punto conviene reconocer la gran brecha que sin embargo aun existe entre las posibilidades que se ofrecen para avanzar en implementar el concepto de ciudad inteligente como elemento de debate público, de general aceptación entre ciertos agentes profesionales e institucionales, y el cuerpo social ciudadano beneficiario de sus supuestas bondades. Efectivamente, de nada servirá el progreso en la implantación de sistemas e infraestructuras basadas en una tecnología bien gestionada que pretende dar carta de naturaleza a un urbanismo más sostenible si esta no va acompañada de un verdadero compromiso y que alcance la valoración que de la misma tenga el ciudadano, consiguiéndose en definitiva su participación activa en la toma de decisiones.

Los cambios que a nivel normativo se requieran para que los errores del pasado den paso a las oportunidades y retos que los nuevos tiempos nos plantean deberán acometerse pronto, reconociendo, en cualquier caso, que el legislador tendrá que actuar como árbitro en beneficio del bien común.

Nuevos conceptos invaden la ya de por sí farragosa y especializada terminología urbanística con la que no sin dificultad nos hemos venido poco a poco familiarizando.


Discernir si alguno de dichos términos responde verdaderamente a nuevas realidades o son diferentes formas de referirse a escenarios ya conocidos es una cuestión a la que pretendemos acercarnos a través de este artículo, reconociendo no obstante que todo avance posible y efectivo en la dirección que pergeñen estas novedosas ideas y conceptos exige y suele venir precedido de un cuerpo teórico muy intenso a la vez que poco productivo, tendente a popularizar e instalar sólidamente en el argumentario público dichos conceptos de tal forma que, una vez que eso ocurra, las instituciones, organismos y agentes económicos en general afectados sean los encargados de implementarlos en sentido práctico y real, dedicando a tal fin los recursos y los medios necesarios, cuando ello sea posible.

Resilencia, economía circular, conectividad, créditos de carbono, sostenibilidad, ciudades inteligentes, participación ciudadana, habitabilidad, open data, nueva agenda urbana, accesibilidad, inclusión, etc. son algunas de esas nuevas o renovadas expresiones que van más allá de lo puramente urbanístico por ser conceptos transversales que afectan a ámbitos diversos de la convivencia humana en el medio urbano.

Recientemente se ha desarrollado en Madrid la segunda edición del Foro de las Ciudades en el que se han abordado múltiples cuestiones que afectan precisamente a esa nueva visión que se impone de pensar la ciudad de una manera diferente desde esa complejidad y relevancia en el desenvolvimiento de nuestras vidas. El encuentro ha sido una nueva oportunidad de las muchas que se van ofreciendo desde hace unos años de hasta qué punto nuevos debates e ideas han invadido el espacio del debate público sobre el medio urbano y sobre cómo afrontar los retos que plantea.

Parece como si, al menos desde el punto de vista teórico, el “tiempo muerto” obligatorio proporcionado por el parón en la actividad inmobiliaria que hasta la explosión de la burbuja venía siendo el habitual del modelo de desarrollo urbano expansivo y poco perceptivo del recurso sensible sobre el que operaba, hubiera permitido una mirada introspectiva y más reflexiva sobre el necesario impulso revitalizador del concepto de ciudad que queremos y, lo que es más importante, que nos podemos permitir y ello desde unos parámetros más conscientes respecto de las limitaciones del recurso suelo en juego. Es como si la fase expansiva hubiera dado paso a un movimiento reflexivo, germen de un nuevo paradigma urbano donde las nuevas realidades (cambio climático, utilización eficiente del suelo, regeneración urbana, desarrollo urbano sostenible, etc.) hubieran adoptado un inesperado protagonismo que, vista la situación, hay que reconocer que podría haber llegado para quedarse. Pasemos a verlo con detenimiento.

El proceso de urbanización supone, como sugería recientemente Joan Clos, Director Ejecutivo de ONU-Habitat y Secretario General de Hábitat III, una gran oportunidad de desarrollo pero también un gran reto de gestión de las cuestiones que se manifiestan como consecuencia de la densificación de la actividad humana en territorios relativamente compactos. Según la ONU, las proyecciones de crecimiento de la población urbana en todo el mundo, entre 2000 y 2050 obligarán a que, para dar cabida a los ciudadanos, se deba duplicar la cantidad de espacio urbano en los países desarrollados y ser expandido este en un 326 por ciento en los países en desarrollo. Esto es equivalente a la construcción de una ciudad del tamaño de Londres cada mes durante los próximos 40 años. Los gobiernos locales y regionales tendrán que gestionar este crecimiento y la severa repercusión del mismo sobre las finanzas públicas. Al mismo tiempo, tendrán que combatir la desigualdad social, reducir la degradación del medio ambiente y hacer frente a los efectos del cambio climático.

A estos procesos incuestionables de desequilibrios debidos a la creciente urbanización y concentración se añaden, en las sociedades más desarrolladas, los del envejecimiento acelerado de sus poblaciones, el incremento de los nodos de exclusión social dentro de las ciudades por factores tales como la inmigración, la pobreza, la ineficiencia energética, el crecimiento de la huella ecológica, etc.

Sintetiza de una manera muy gráfica Salvador Rueda Palenzuela, de la Agencia de Ecología Urbana de Barcelona, este modelo general de ineficiencia en el que están instaladas por lo general nuestras ciudades, por no decir el modelo económico general, a través una simple ecuación según la cual el factor energía o recursos necesarios es en la actualidad directamente proporcional a las estructuras urbanas que deben mantener, de tal modo que dichos recursos según la estructura se hace más compleja en el tiempo, son crecientemente acumulativos y, en definitiva, hacen el modelo insostenible.

Ante estos inmensos retos, las sociedades avanzadas menos condicionadas por agendas de emergencia social actúan como punta de lanza de cara a promover iniciativas tendentes a reducir el impacto que las aglomeraciones urbanas producen sobre la vida de cada vez más personas y tratan de invertir y ensayar modelos acordes con ciudades más sostenibles como vía alternativa y realista a un modelo tradicional favorecedor del agotamiento de recursos limitados (suelo, energía, etc.) como estrategia ciega de crecimiento ilimitado. Así, de esta necesidad de buscar un modelo en el que la anterior ecuación se invierta, es decir en donde cada vez con menos recursos seamos capaces de obtener mejores resultados, es de donde surge la indagación a favor de entornos urbanos más eficientes, básicamente a través del uso adecuado de la tecnología, entre otros factores. El ejemplo más claro de ello son lo que se ha venido en llamar las “Ciudades Inteligentes” o “Smart Cities”. Se trataría, como señala la Red Española de Ciudades Inteligentes (RECI), de ver en qué medida y bajo qué parámetros y marcos regulatorios la innovación y el conocimiento apoyados, entre otros factores, en las tecnologías de la información y la comunicación (TIC), pueden ser las claves sobre las que basar el progreso de las ciudades en las próximas décadas, haciendo más fácil la vida de sus ciudadanos, logrando sociedades más cohesionadas y solidarias, generando y atrayendo talento humano y creando un nuevo tejido económico de alto valor añadido.

Es evidente, y conviene reconocerlo, que a pesar del protagonismo del factor tecnológico en el desarrollo del concepto de ciudad inteligente no puede ser ese el único baluarte para afrontar los retos existentes; se necesitan además otras capítulos que la consultora Frost & Sullivan ha identificado como síntesis de la “Ciudad Inteligente” ideal: una administración inteligente y una educación inteligente; un sistema de salud inteligente; edificios inteligentes; un sistema de transportes inteligente; unas infraestructuras inteligentes; una tecnología inteligente; una energía inteligente y, finalmente unos ciudadanos también inteligentes.

No obstante, según un informe del 2014 de la Dirección General para políticas internas del Parlamento Europeo, la consecución de tan solo alguna de las anteriores iniciativas otorga ya de por sí a la ciudad que la implementara la condición de ciudad inteligente.

Además un proceso creciente de interconexión entre los nodos urbanos geográficamente próximos a través de inmensas redes de comunicación, energía y transportes va dando pie a lo que se ha venido en llamar por Pagar Khanna (Consejero del “U.S. National Intelligence Council’s Global Trends 2030 Program“) la evolución de los condicionantes por razón de la geografía a otro modo de establecer el régimen de oportunidades de las ciudades en función de su grado de “conectiviografía” (conectividad + geografía), esto es de su nivel de interconexión con independencia de su posición geográfica concreta, con todo lo que ello implica en términos de tendencia de superar las convencionales rivalidades geopolíticas.

No significa en todo caso esto que la idea de ciudad inteligente deba restringirse a grandes megalópolis; también está encontrando acomodo a nivel mundial y español en los pequeños núcleos rurales y en los centros históricos de nuestras ciudades.

En definitiva, y con independencia de la definición concreta a la que se quiera recurrir para conceptualizar lo que verdaderamente cabe entender por una ciudad inteligente en función del interés sectorial concreto que apadrine cada una de esas diversas y, en algunos casos, divergentes definiciones, lo que parece claro es que la incorporación de las nuevas tecnologías en la gestión y ordenación del medio urbano es una realidad creciente e imparable que viene sustentada por el modo de desenvolverse los cada vez más numerosos “nativos digitales”, esto es, las personas nacidas a partir del año 1980 y cuyo grado de interacción con la tecnología digital se produce de una forma natural y cercana desde su nacimiento frente al esfuerzo de adaptación de los llamados “inmigrantes digitales”, nacidos con anterioridad, esto es entre 1940 y 1980.

En este contexto, cada vez son más comunes los sistemas tecnológicos integrados tendentes a controlar y optimizar las infraestructuras de las ciudades para hacerlas más eficientes y sostenibles, por ejemplo los residuos que se generan en la ciudad, y a planificar una gestión ordenada de los mismos a través de múltiples sensores dispuestos a lo largo y ancho de su territorio. Del mismo modo, otros servicios públicos como la seguridad, el aparcamiento, etc. tienden a ser administrados a nivel local desde un centro de control en el que toda la información y datos recabados permitan una más eficaz administración de los mismos y, en última instancia, una más razonable toma de decisiones.

Ejemplos de actuaciones punteras en España distintas de alguno de los casos más emblemáticos como es el de Barcelona, sería por ejemplo la del Proyecto SmartSantander, iniciado en 2009 y que hoy ya ha colocado a la ciudad cántabra en el primer plano de lo que se han venido llamando el “Top 5” de las ciudades inteligentes en España. Algunos de los datos que avalan la decidida apuesta en esta dirección en Santander son los más de diez mil sensores repartidos por toda la ciudad con el fin de medir los tránsitos de coches, los niveles de contaminación, los de humedad de sus parques y jardines, y todo ello en beneficio de una mejor gestión de la movilidad y del aparcamiento e indirectamente propiciar ahorros significativos de combustible y de tiempo. Esta apuesta ha tenido incluso su reconocimiento en la última Bienal de Venecia en la que se ha presentado el caso de Santander, según tuvo ocasión de exponer Flavio Tejada de Arup en el último Encuentro Inmobiliario celebrado en esta casa. Evidentemente un proyecto de esta naturaleza, que trasciende los tiempos e intereses del beneficio en el corto plazo, ha requerido de un importante consenso político y social para incorporarlo y aceptarlo por todos los sectores sociales, políticos y empresariales afectados como un proyecto de ciudad que vaya más allá de esos intereses de luces cortas y que por lo tanto suponga una misión en la que exista una clara conciencia de corresponsabilidad, siendo ese pacto social una garantía de éxito.

A nivel nacional, contamos ya con un Plan Nacional de Ciudades Inteligentes aprobado por el Ministerio de Industria, Energía y Turismo, como parte significativa de la Agenda Digital para España y del objetivo de favorecer los incrementos de productividad de las empresas industriales incorporando las TIC. Por tanto, el objetivo último del Plan es contribuir al desarrollo económico, “maximizando el impacto de las políticas públicas en TIC para mejorar la productividad y la competitividad, y transformar y modernizar la economía y sociedad española mediante un uso eficaz e intensivo de las TIC por la ciudadanía, empresas y administraciones”.

Parece evidente ante esta nueva realidad dinámica en donde los datos fluyen en tiempo real, que, de cara a una ordenación territorial eficiente, la información urbanística tradicional estática, obsoleta, sectorial y fragmentada pronto carecerá de la utilidad precisa para afrontar el planeamiento urbanístico que nuestras ciudades requieren para ordenar el uso del suelo y regular las condiciones para su transformación. La tendencia, en definitiva, poco a poco podría orientarse hacia lo que se ha dado en llamar una Planificación Urbana Inteligente (PUI) que complemente y mejore el acerbo hasta ahora alcanzado en esta materia. Según la PUI, a través de la simulación se podrían analizar y valorar los efectos que sobre la ciudad tienen el torrente de datos que constantemente coadyuvaran en la toma de decisiones y todo ello a través de unas tecnologías de la información que procesen movimientos, presencias, ausencias, hábitos y frecuencias de tal modo que dichos datos convertidos en indicadores urbanos y aplicados a los planes ofrezcan una información relevante en cuanto a densidades, ocupaciones, tipologías, usos, movilidad, etc. Estas son algunas de las conclusiones a las que se llegaron en el I Congreso de Ciudades Inteligentes del 2015 mediante la comunicación que sobre Planificación Urbana Inteligente presentó Irene Luque Martín, de la Escuela Tecnica Superior de Arquitectura de Sevilla.

Otro testigo vivo y cercano de un urbanismo dinámico y comprometido con ese modelo sostenible como elemento diferenciador y como forma de posicionarse innovadoramente en un mercado global es el “Urbanismo Ecosistémico”, así llamado por la Agencia de Ecología Urbana de Barcelona, entendido como aquel que “toma en consideración la idoneidad de los desarrollos urbanísticos en función de las características del emplazamiento y de las potencialidades en cuanto a la consecución de la habitabilidad urbana y de la eficiencia del sistema urbano”.

Llegados a este punto conviene reconocer la gran brecha que sin embargo aun existe entre las posibilidades que se ofrecen para avanzar en implementar el concepto de ciudad inteligente como elemento de debate público, de general aceptación entre ciertos agentes profesionales e institucionales, y el cuerpo social ciudadano beneficiario de sus supuestas bondades. Efectivamente, de nada servirá el progreso en la implantación de sistemas e infraestructuras basadas en una tecnología bien gestionada que pretende dar carta de naturaleza a un urbanismo más sostenible si esta no va acompañada de un verdadero compromiso y que alcance la valoración que de la misma tenga el ciudadano, consiguiéndose en definitiva su participación activa en la toma de decisiones.

Los cambios que a nivel normativo se requieran para que los errores del pasado den paso a las oportunidades y retos que los nuevos tiempos nos plantean deberán acometerse pronto, reconociendo, en cualquier caso, que el legislador tendrá que actuar como árbitro en beneficio del bien común.

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